Conozco a Chet Baker. Lo veo con frecuencia en mi barrio. Come en mi barrio, en un comedor atendido por monjas a 50 céntimos el menú. En un comedor lleno de rastros de heroína, heroína en forma de surcos en la cara y en forma de miradas alejadas.
Chet Baker es el hombre que veo casi a diario, porque tiene el pelo largo y peinado hacia atrás, la cara llena de heroína y la mirada alejada, el paso sincopado. Un día lo descubrí, esperando para cenar, 50 céntimos el menú, y empezó a sonar «Every Time We Say Goodbye», primero la voz apacible en medio de la devastación y luego la trompeta y la trompeta se elevó y así fue cómo conocí a Chet Baker.
Cuando escucho a Chet Baker quiero beber leche del tiempo y comer galletas maría. Estar en el sofá, poner «My Funny Valentine» y beber leche y comer galletas. La placidez que provoca la música de Chet Baker sale de un cuerpo torturado, mutilado, sufriente. La placidez que provoca la música de Chet Baker, el sofá, la leche y las galletas, la noche, la luna entrando por la ventana desnuda de visillos, la voz de Chet Baker, la trompeta, esa placidez no debe de parecerse a la de la heroína, dicen que la heroína proporciona una sensación de bienestar infinita, pero dicen que Chet Baker sobrevivió, hasta que dejó de hacerlo, a más de treinta años de adicción porque fue apoyándose en una mujer y luego en otra y luego en otra, sobrevivió a treinta años de adicción y a una paliza que le saltó los dientes y necesitó volver a aprender a cantar y a tocar la trompeta y trabajar en una gasolinera hasta que Dizzy Gillespie lo rescató, lo rescató de la gasolinera y lo rescató para que pudiéramos seguir escuchándolo.
Chet Baker aparece siempre apoyado en una mujer o una mujer apoyada en él, para apuntalarlo. Esas mujeres que, una tras otra, fueron sujetando a Chet Baker, enamoradas del genio al que no le hacía falta ensayar para tocar, porque era el jazz, mujeres enamoradas del genio y conmovidas del hombre débil y adicto y mentiroso para conseguir 50 pavos para pillar caballo, enamoradas porque era problemático y hermoso, porque era gentil, muy dulce y encantador y era un genio y era el jazz y así yo también estoy enamorada de Chet Baker, porque lo conozco.
A veces desayuno con una mujer, vamos a llamarla Valentina. Ella tiene la cara sincopada, la mirada llena de surcos y el caminar alejado. Desayuno con ella y escuchamos juntas «Autumn Leaves», cuando la toca Chet Baker. Y en ese momento ella es Chet Baker y está desayunando conmigo. Chet Baker está en ese sitio donde desayunamos, a mi lado, porque Chet Baker cena a 50 céntimos el menú, desayuna escuchando «Autumn Leaves» y me enamora porque es problemático y hermoso, gentil, muy dulce y encantador y es un genio y es el jazz.
Conozco a Chet Baker y de ese cuerpo roto, que pasó hambre, frío, cárcel, mono, tortura, sale una placidez de leche y galletas y sofá que no se debe de parecer a la placidez de la heroína. Conozco a Chet Baker y le debo mucho. Yo también estoy enamorada, aunque no debo. No debo porque sé que me engaña. Pero es muy dulce y muy vulnerable y es la música. Cuando lo veo en mi barrio, lo miro, cada vez lo miro más, primero disimulaba, ahora, no, y me vuelvo a mirarlo y hoy lo vi, a la hora de comer, y sé que se va a morir pronto, y me paré y lo miré sin esconderme y él estaba cerca, pero no me vio, la mirada estaba demasiado alejada, y yo sé que tengo que escribir esto antes de que se muera, aunque no creo que lo lea, pero se lo debía, a lo mejor lo lee su madre o no lo lee nadie, pero se lo debía, por estar en mi barrio, por llenar mi aire de notas de trompeta, por hacerme tomar leche con galletas, por ser tan complicada la despedida, por, aunque engañada, saber que estoy tan enamorada, de la enorme fragilidad del problemático, hermoso, gentil, muy dulce y encantador hombre que es un genio y es el jazz.

(Publicado originalmente en Drugstore, medio digital que ya, desgraciadamente, no existe, en octubre de 2016).