Querer el lugar de donde soy hace que me sienta afortunada, quererlo sin localismos, sin papanaterías, con mirada crítica, pero no gratuitamente severa, sin complacencias tontorronas, pero limando la aspereza, y quererlo no pasivamente, sino tratando de devolverle a la ciudad lo que la ciudad me ha dado, que es todo, para que la ciudad sea un poco más confortable para quienes vivimos en ella, hayamos o no hayamos nacido aquí, porque pocas circunstancias hay más accidentales que el lugar de nacimiento de cada cual.
Querer a Oviedo es también considerar a Gijón como la ciudad hermana, a tan solo veinte minutos por una autopista que acaba de cumplir los 40 años, que forma parte de nuestra biografía cotidiana para siempre.
Querer a Oviedo es la necesidad de marchar lejos, de vez en cuando, o más cerca, pero marchar, para tomar distancia, para llenarse los ojos y los sesos de otras plazas, de otros paisajes y de otras barras de bar, vertederos de amor, para volver de nuevo y marchar de nuevo y pensar en marchar para volver de nuevo, como la vuelta en «The Weight» o en «Return of the Grievous Angel».
Querer a Oviedo es la necesidad de marchar lejos y de viajar como los cronopios, que cuando visitan una ciudad nueva se dicen: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Pero es también, a pesar de los años, mirar a Oviedo y decir: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad», porque es la mía y me lo está dando todo y es saber que diría eso en cualquier ciudad que sea la mía y me lo esté dando todo.
Pronunciar «la hermosa ciudad» cuando descubro una vista en la que no había reparado, cuando paso delante de una cervecería y, detrás de sus cristales, veo un montón de bombillas y la gente hablando en las mesas y una calle en cuesta y poder recorrer el Oviedo Antiguo por la noche, cuando no hay nadie, poder recorrerlo y adorar ese Oviedo Antiguo que es, cálido, entrañable, barrio de vecindad, contradictorio, con su belleza y con su fealdad, a ratos sucio, a ratos limpísimo en sus relaciones.
Quiero a Oviedo como quiere Woody Allen a Nueva York. Me gusta vivir en Oviedo, aunque haga frío, como en el Nueva York del hombre del raído impermeable azul, que parece más viejo, después de la marcha de Jane.
Esta noche, dentro de un rato, se cumplen tres años desde que se me ocurrió, lo hice igual que podía no haberlo hecho, la página ¿Pero quién dice que en Oviedo no hay nada?, de la que luego vinieron los desayunos y estas cosas, una página que no responde a otra cosa que a querer a Oviedo y a la necesidad de querer a la ciudad, que no es nada más que querer esa plaza con cuatro mesas en una terraza, para, entre quienes somos del lado de acá y quienes son del lado de allá, hacerla mejor, que es lo mismo que tratar de ser mejores, con nuestra belleza y nuestra fealdad.
Querer a Oviedo es también considerar a Gijón como la ciudad hermana, a tan solo veinte minutos por una autopista que acaba de cumplir los 40 años, que forma parte de nuestra biografía cotidiana para siempre.
Querer a Oviedo es la necesidad de marchar lejos, de vez en cuando, o más cerca, pero marchar, para tomar distancia, para llenarse los ojos y los sesos de otras plazas, de otros paisajes y de otras barras de bar, vertederos de amor, para volver de nuevo y marchar de nuevo y pensar en marchar para volver de nuevo, como la vuelta en «The Weight» o en «Return of the Grievous Angel».
Querer a Oviedo es la necesidad de marchar lejos y de viajar como los cronopios, que cuando visitan una ciudad nueva se dicen: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Pero es también, a pesar de los años, mirar a Oviedo y decir: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad», porque es la mía y me lo está dando todo y es saber que diría eso en cualquier ciudad que sea la mía y me lo esté dando todo.
Pronunciar «la hermosa ciudad» cuando descubro una vista en la que no había reparado, cuando paso delante de una cervecería y, detrás de sus cristales, veo un montón de bombillas y la gente hablando en las mesas y una calle en cuesta y poder recorrer el Oviedo Antiguo por la noche, cuando no hay nadie, poder recorrerlo y adorar ese Oviedo Antiguo que es, cálido, entrañable, barrio de vecindad, contradictorio, con su belleza y con su fealdad, a ratos sucio, a ratos limpísimo en sus relaciones.
Quiero a Oviedo como quiere Woody Allen a Nueva York. Me gusta vivir en Oviedo, aunque haga frío, como en el Nueva York del hombre del raído impermeable azul, que parece más viejo, después de la marcha de Jane.
Esta noche, dentro de un rato, se cumplen tres años desde que se me ocurrió, lo hice igual que podía no haberlo hecho, la página ¿Pero quién dice que en Oviedo no hay nada?, de la que luego vinieron los desayunos y estas cosas, una página que no responde a otra cosa que a querer a Oviedo y a la necesidad de querer a la ciudad, que no es nada más que querer esa plaza con cuatro mesas en una terraza, para, entre quienes somos del lado de acá y quienes son del lado de allá, hacerla mejor, que es lo mismo que tratar de ser mejores, con nuestra belleza y nuestra fealdad.
La ventana de Asturias – Cadena SER – 16 de febrero de 2016.