Llega Andrés Calamaro, al auditorio Príncipe Felipe (título que enseguida será cosa de la historia) de Oviedo, el pasado jueves, 6 de junio, y llega el espectáculo del rock and roll en el amplio sentido de lo que decimos cuando decimos «rock and roll»: guitarras, himnos, sudor, entrega, sentimientos, ojos con patas de gallo, surcos de la vida.

Llega Calamaro, con veinte años más de tantas cosas, con veinte kilos más («es que ha dejado las drogas o las ha dejado en gran parte», comentamos y comentan detrás de nuestros asientos). Ya no es el tirillas dylan joven. Es un señor de más de 50 años: con patas de gallo, surcos de la vida, barriga y papada. Es uno de los nuestros.
Llega Calamaro, divo, provocador, polémico, lleno de talento, que no ha perdido, porque viene para presentar Bohemio, su último disco, y en Bohemio seguimos encontrando grandes letras, seguimos encontrando al gran Calamaro prolífico (qué envidia), lleno de talento en el nobilísimo y muy artesano trabajo de juntar palabras y llenarlas de alma (qué envidia).
Llega Calamaro, para presentar Bohemio y lo presenta solo en parte porque falta, por ejemplo, Nacimos para correr, que, sí, nos recuerda a Springsteen, pero, sobre todo, nos recuerda a Browne, corriendo hacia el sol que no hace otra cosa que engañarnos en el espejismo que resulta ceguera.
Llega Calamaro, y no solo presenta Bohemio. Lejos del artista que, con solemnidad digna de mejor causa, solo muestra su última obra y, perdonándonos la vida, en los bises nos regala, público rendido y humillado, aquel tema por el que hubiéramos pagado el concierto entero para escucharlo, lejos de la soberbia exquisita, nos da, desde el principio, para qué esperar, para qué prolegómenos cuando hay poco tiempo, para qué liturgia previa cuando hay ganas, sus canciones sudadas como su camisa, sus canciones sudadas como nuestras conciencias.
Llega Calamaro, y su segunda canción es A los ojos, de Los Rodríguez. Y ya, sin salida, con la condena de la sujeción de los grilletes, vamos de cabeza, con alguna parada para tomar aire recreándonos con otro de la estirpe de la genialidad argentina, de la estirpe de Quino, Cortázar, Borges, Gardel, Storni, para tomar aire con el talento superlativo de Maradona.
Llega Calamaro, y vamos de cabeza a las canciones escritas y por escribir, sabiendo que todo cabe en ellas; a reconocer que no nos importa pedir perdón, que tanto alivia; a los sentimientos de ida y vuelta, a no poder estar contigo, pero necesitarte tantísimo, al amor como enfermedad, a los oídos sordos a las voces que nos avisan de que olvidemos; a dormir en la estación y desear para siempre que nos queden más aeropuertos.
Porque no terminaremos nunca de ordenar el fondo del placard, por miedo a que nos tomen la casa; porque seguimos debiendo tantas canciones de amor y, mientras tanto, nos conformamos con la ventriloquia, cantando lo que a otros les es dictado por el talento; porque para escribir es indispensable sufrir. Por eso, el jueves pasado, en dos horas de bolo, nos entregamos a Calamaro, que es de los nuestros, que sigue escribiendo nuestra educación sentimental, porque también sudamos y necesitamos pedir perdón.

Neville – 11 de junio de 2014.