Íbamos a rendirles pleitesía persiguiendo el mito y sabiendo que será su penúltima última vez. De admiración incondicional ante quienes ya no tienen que demostrar nada porque solo faltaba que tuviéramos la osadía de perdonar la vida a unos músicos que llevan más de cincuenta años sudando talento a manos llenas y escupiéndonoslo; que nos han hecho el favor de no separarse, de aguantar, por lo que sea, por el dinero o por el hambre del directo, por ambas cosas, y qué más da, lo que nos importa es que siguen juntos, aunque se odien o se limiten a soportarse. Quién resiste cincuenta años, solo ellos lo han hecho, con muertes, drogas, detenciones y exilios; insultos. Pero ahí están, celebrando desde hace dos que llevan cincuenta juntos.
Llegaron los Stones al Bernabeu, con todo vendido servidor de venta anticipada mediante, empezaron puntuales y comenzó una misa negra que se alargó más de dos horas, con una noche madrileña espléndida que nos fue envolviendo a medida que la fascinación se colaba por el hueco que se forma entre la uña y la piel de los dedos de los pies. Se colaba por ese hueco para subir despacio, pero de forma imparable, sorteando huesos, músculos, apropiándose de la sangre de las venas, subiéndose a ella de forma parásita, se colaba por los pies para ascender hasta el cerebro y ocuparnos todo el cuerpo, y, así, poseernos en el único culto que nos está permitido, porque es el único en el que creemos, el culto a la religión del rock and roll representada por los que primero fueron profetas de quienes los antecedieron y ahora son dioses, hace ya mucho.
Con un repertorio repleto de clásicos, los cuatro Stones más sus acompañantes, con un Mick Taylor invitado que salió huyendo hace años para saberse vivo ahora, la misa nació negra porque negros son los blancos Stones; nació negra porque la enorme sensualidad de Mick Jagger no tiene cabida en nada que represente blancura y virtud.
Tocaron ellos, cantaron Mr. Jagger y Lisa Fischer «Gimme Shelter» y la consagración de la carne llegó, como centro de la misa con el sacrificio, provocando un estado hipnótico, de enajenación paralizada, que ni rito vudú ni danza derviche ni chute de morfina igualarían en sus consecuencias. Y allí, en ese momento de la celebración, sentimos el olor del napalm por la mañana, la carne quemada, la carne quemada por la guerra (it’s just a shot away), la carne quemada por el deseo (it’s just a kiss away).
Sí, dicen algunos, están mayores, se repiten, son esfinges menos Mick, son reinas madres.
No, decimos otras, no tienen edad porque son dioses, no se repiten porque son himnos, siempre hicieron lo que hacen ahora, con Mick Jagger, que no ha dejado de ser un Tadzio diabólicamente sexual…, además de un hacedor de canciones excepcional.
Fuimos a rendir pleitesía y acabamos participando de una misa negra que nos dio el refugio tantas veces implorado.