(La británica National Portrait Gallery está al lado de Trafalgar Square, en Londres. Para llegar a ella desde Bloomsbury, hay que atravesar el West End, por Charing Cross Road).

Por qué el nombre de un barrio de una gran ciudad puede significar tanto.

Bloomsbury es un barrio londinense tranquilo, residencial en gran parte, agradable, bonito sin estridencias, sin exuberancias, sin el carácter imponente de otros barrios céntricos londinenses. Bloomsbury está ya para siempre enmarcado en lugar preeminente en la historia del pensamiento occidental y en la historia de la vida intelectual británica de, al menos, la primera mitad del siglo XX.
Bloomsbury, para quienes cultivamos el culto a Virginia Woolf, es lugar de peregrinación al que, también, hay que ir, al menos, una vez en la vida. Bloomsbury, además, o por esto, tiene un vecino único y que, al modo de la biblioteca borgiana, alberga todo el saber, el British Museum, que se levanta vetusto, que, a pesar de su aspecto, no atemoriza, como esos viejos profesores de sabiduría infinita que acogen a quien quiera aprender, disimulando la emoción ante el pupilo que tanta avidez, sin disimulo, este, no, manifiesta.
Una de las razones por que Vanessa, Thoby, Virginia y Adrian Stephen se mudaron a Bloomsbury fue, precisamente, la vecindad del British, con su espléndida biblioteca.

Pero necesitaba respuestas, no preguntas; y las respuestas sólo podían encontrarse consultando a los que saben y no tienen prejuicios, a los que se han elevado por encima de las peleas verbales y la confusión del cuerpo y han publicado el resultado de sus razonamientos e investigaciones en libros que ahora se encuentran en el British Museum. Si no se puede encontrar la verdad en los estantes del British Museum, ¿dónde, me pregunté tomando un cuaderno de apuntes y un lápiz, está la verdad? Dice Virginia en Una habitación propia.

La familia Stephen residía en el 22 de Hyde Park Gate, en Kensington, donde nació la escritora en 1882 y donde vivió hasta el fallecimiento de su padre, sir Leslie Stephen, en 1904, intelectual ateo de la época victoriana, Charles Darwin frecuentaba la casa, caprichoso, egocéntrico, cultísimo, que no permitió que sus hijas, no así sus hermanos, fueran a la universidad. Pero nunca negó la entrada en su biblioteca a Virginia, que leyó sin medida y sin censura, nunca le negó la entrada porque era la hija que más se le parecía, porque se dio cuenta enseguida de que aquella niña, soñadora, depresiva, inconformista, suicida, encerraba, en su cabeza y en sus dedos, un talento inmenso.
Vanessa y Virginia, Thoby y Adrian se mudan a Bloomsbury, con gran escándalo de Henry James, íntimo amigo de sir Leslie, autor muy moderno muchas veces sin dejar de ser un señor de su tiempo. Qué iban a hacer las señoritas Stephen en ese barrio nada elegante y un punto bohemio, frecuentado por jóvenes sin dinero con ganas de aprender dentro de las paredes del museo. Por qué no mantuvieron residencia en Kensington, donde Virginia podría seguir acudiendo, con sus primas, a las fiestas que tanto la aburrían y que tanto la angustiaban, se sentía fea, se sabía desaliñada, no podía seguir las conversaciones de galanteo obligado y previsible.
Sí, Vanessa y Virginia podrían haber seguido ese camino que la convención les tenía trazado, que acabaría en matrimonio sin amor con algún abogado con pretensiones políticas de medio pelo. Sí, Virginia y Vanessa decidieron mudarse a Bloomsbury con sus hermanos.

Placa en el 46 de Gordon Square.

Placa en el 46 de Gordon Square.

En 1904, los jueves, en la casa del 46 de Gordon Square, Thoby empezó a llevar a sus amigos de Cambridge, para pasar la velada hablando y fumando. Y, así, nació el muy intelectual, inteligente, ateo, bisexual, elitista, cáustico Grupo de Bloomsbury. En que cupieron las artes plásticas, con Vanessa Bell, Clive Bell, Duncan Grant, Roger Fry; la política, con Leonard Woolf; la historia, con Lytton Strachey; la danza, con Lydia Lopokova; la novela, con E. M. Forster… Pero, además de la economía, ya que John Maynard Keynes fue un miembro puro de Bloomsbury, y ahora no sabemos si ubicarlo en los manuales de práctica económica o en los de historia de las ideas económicas, además de la economía representada en la figura del premio nobel, sobresalió, por encima del resto de los miembros de Bloomsbury, la prosa con mayúsculas, la renovación literaria, la vuelta de tuerca del punto de vista, la modernidad del personaje, el flujo de conciencia que mana sin coágulos, sobresalió la enorme y fundamental obra de Virginia Woolf.
La personalidad de Virginia Woolf es tan apabullante y su vida, tan llena de recovecos personales e intelectuales, una personalidad y una vida tan poco convencionales, en las que no nos podemos sustraer del malditismo de los pájaros que hablaban en griego en su cabeza, que la llevaron a suicidarse a los 59 años, después de llenar con piedras los bolsos de su abrigo para sumergirse en el río Ouse, cerca de su casa en el campo, Monk’s House, que no pudo soportar un segundo bombardeo sobre su amadísima ciudad de Londres, ya que las bombas nazis habían destrozado su casa en Bloomsbury, dejando a la desnudez de la calle la decoración de su hermana Vanessa de la chimenea de la casa, que compartía con un judío intelectual, político laborista, editor, ensayista, compañero, el primer crítico de la obra de Virginia, enfermero, sufridor, la persona que más amó la escritora junto con su hermana: Leonard Woolf.
A ambos, a Vanessa y a Leonard, les fueron destinadas las cartas que dejó escritas Virginia antes de ahogarse. Cartas escritas en unas cuartillas sencillas, con la letra menuda y apretada de la escritora. Cartas que están en la historia de la literatura suicida. Cartas que están en la historia de la literatura.
La personalidad y la vida de Virginia fueron tan sobresalientes que muy a menudo sepultan el conocimiento de su obra para quedarnos con el conocimiento de su biografía.
Las bombas nazis sobre Londres acabaron asesinando los pájaros que no cesaban de hablar en griego en la cabeza de la escritora y acabaron con una vida y una obra excepcionales, que, afortunadamente, podemos seguir conociendo, leyendo y disfrutando.

Por eso, si aún no lo han hecho, les pido que lean.

Lean La señora Dalloway, la novela en que la escritora afirma haber hallado, al fin, su voz y que nos ha dejado para siempre un día londinense de Clarissa Dalloway. Y de Septimus Warren Smith, que con anticipación anuncia las voces, el horror de la guerra y el suicidio de Virginia.

¿En qué soñaba, mientras contemplaba el escaparate de Hatchards? ¿Qué pretendía recobrar?

hatchards

En la librería Hatchards.

Lean Orlando, manifiesto queer antes de que lo queer se haya convertido en objeto de sesudas discusiones filosóficas, biografía dedicada a su amante, Vita Sackville-West. Pueden leer Orlando en la traducción de Jorge Luis Borges, que es también la traducción de la madre del escritor, pues las hacían al alimón.
Lean Una habitación propia, para saber qué pasó con la hermana de Shakespeare, que es el cuarto propio también de Borges y de su madre, editado en la mítica Sur por Victoria Ocampo, con la que Virginia mantuvo una relación epistolar regada por el respeto.
Lean Al faro, Las olas, Los años, Tres guineas…
Lean la biografía de la autora, canónica e imprescindible, escrita por su sobrino, hijo de su queridísima Vanessa, Quentin Bell.
Lean, de Michael Cunningham, y vean, de Stephen Daldry, Las horas, con una estupenda Nicole Kidman como Virginia Woolf. No se pierdan la escena en la estación de tren de Richmond, suburbio londinense donde el matrimonio Woolf fundó The Hogarth Press, porque, sí, Leonard y Virginia editaron la obra de ella con las inolvidables cubiertas de Vanessa Bell; editaron la primera edición británica de La tierra baldía, T. S. Eliot era buen amigo de la autora; rechazaron el Ulises; publicaron a Cecil Day-Lewis, poeta perteneciente a la Auden Generation; fueron editorial de referencia anglosajona de la obra de Sigmund Freud…
No se pierdan la escena en la estación de tren de Richmond, por qué ante la anestesia y el dolor se escoge el dolor, por qué el dolor significa vida, que acaba conduciendo a la muerte en las aguas de un río vulgar del campo inglés, precio altísimo, el de la muerte, que Virginia Woolf pagó para poder vivir.
No se pierdan el diálogo-monólogo, lacerante y cotidiano.
Cómo no tratar de ayudar a quien amamos, cómo no entender la imposibilidad de ayuda, cómo no entender la resistencia al encarcelamiento.
Cómo no preferir la violenta sacudida al asfixiante anestésico.

(Entre julio y octubre últimos, en la National Portrait Gallery, pudo verse la magnífica exposición “Virginia Woolf. Art, life and vision”, en que, gracias a fotografías, cuadros, libros, manuscritos y unas rigurosísimas explicaciones, la escritora londinense, su universo y el Grupo de Bloosmbury se mostraron a quienes peregrinamos de modo exhaustivo, preciso y emocionante).

La exposición supuso a quien escribe estas líneas dos revelaciones y un hito:
Una revelación. Desentrañar el cuadro, de 1943, de Vanessa Bell The Memoir Club, en que aparecen quienes compusieron Bloomsbury, en vida o en muerte, en forma de retratos dentro del cuadro.
Profundizar en la relación de Virginia con la Guerra Civil española, marcada por la muerte de su sobrino mayor, Julian Bell, mientras conducía una ambulancia en la batalla de Brunete. Otra revelación.

Y el hito.
Ver la carta original que la escritora dirigió a Leonard para explicarle los motivos de su suicidio. Esa carta, leída tantas veces, en inglés y en alguna buena traducción en español, se presenta modesta dentro de su marco, en una cuartilla llena de la letra menuda de Virginia, un trozo de papel humilde, que revela tanto.

Querido:

… Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. (…) Me has proporcionado la mayor felicidad posible. Has sido, en todos los sentidos, todo para mí. No creo que haya habido dos personas más felices hasta que llegó esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. (…) No puedo leer. Quiero decirte que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. (…) Quiero decírtelo, aunque todo el mundo lo sabe. (…) Lo he perdido todo excepto la certidumbre de tu bondad. (…) No creo que haya habido dos personas que hayan sido tan felices como nosotros.

El Cuaderno – Número 64 – Enero de 2015.