Amables oyentes, hace una semana, les decía que salía hacia Lesbos, la isla griega del mar Egeo patria de la poeta Safo; ahora, les digo que vuelvo de Lesbos, la isla griega del mar Egeo que se ha convertido en una de las puertas de entrada a Europa de quienes vienen huyendo de la infamia de la guerra y del terror, de quienes vienen de Siria, de Afganistán, de Irak.
He pasado allí esta semana, apenas he salido de su capital, Mitilene, solo he estado en una playa, frente a frente de tierra turca, pero no vi allí y en las horas en que estuve rastro alguno de la llegada de personas por mar, mi contacto con quienes piden refugio ha sido todo en la ciudad, con cientos de personas que, tras huir de su casa y un trayecto largo y durísimo, se tiran al mar en pequeñas lanchas para llegar a este trozo de tierra, que está muy cerca de Asia y es Europa, es Unión Europea y es espacio Schengen.
Como les decía la semana pasada, he ido para contar, para rascar un poco la superficie y vislumbrar la vida, en este lugar minúsculo del mundo, de quienes son los protagonistas del mayor compromiso político y moral que debemos asumir, al menos, tres generaciones europeas.
¿Y qué he visto? He visto hombres, mujeres, niños y niñas, de todas las edades, criaturas de pecho, amamantadas al lado de un cadáver, mujeres embarazadas, ancianos, personas en sillas de ruedas, grupos de chicos muy jóvenes, parejas de la mano, etnias distintas, territorio del islam.
Personas caminando sin parar, vagando, a la espera de la salida del transbordador que les haga seguir su ruta, padeciendo su propia fiebre del oro.
He visto gente como ustedes y como yo, amables oyentes, que come, que bebe, que ama. Que sonríe y se enfada. Que regaña a sus criaturas cuando estas, traviesas, hacen alguna trastada, tan poco peligrosa, al lado de los peligros que han sufrido, que es una auténtica declaración de normalidad.
La normalidad cotidiana, que el ser humano mantiene aun en las situaciones más pavorosas, como hace unos días nos contaba Martín Garzo en una tribuna maravillosa recordando a Primo Levi, que contaba, a su vez, cómo las mujeres en los campos de concentración, con la certeza de la cámara de gas, seguían lavando y tendiendo las ropas de sus criaturas, antes de bailar hacia el fin del amor.
He visto a hombres y a mujeres peinarse y peinar, qué gesto tan bonito, peinar; he visto a mujeres maquillarse; he visto a un chico joven echarse encima medio bote de desodorante; he visto a mujeres lavándose la cara en el mar, con una pastilla de jabón.
Estas personas son las que, a juicio del cardenal Cañizares, no son trigo limpio. Las que tienen la ropa marcada por la sal del mar. Las que, incesantemente, se vendan los pies.
La ventana de Asturias – Cadena SER – 16 de octubre de 2015.