Desde que Edgar Allan Poe nos descubrió, con nulo romanticismo, que en El cuervo no había nada de arrebato poético ni de enajenación amorosa ni de inspiración provocada por horrísonos truenos, una sabe que el genio literario necesita mucha inteligencia, mucho estudio y muchas horas de trabajo. Y Poe nacería con desarrolladísimas cualidades para la literatura, sí, pero para componer con esa fría clarividencia El cuervo y contar, sin inmutarse, su escritura en La filosofía de la composición necesitó dedicación gélida al conocimiento del idioma y tiempo delante de un papel para hacernos creer que nunca habían existido amada más real que Leonor y pájaro más agorero que el cuervo que, tras llamar con insistencia a nuestra puerta, se sube en el busto de Palas Atenea para decirnos que, no, que, nos pongamos como nos pongamos, nunca más.
Al cabo, casi todo es estudio, entrenamiento y horas discurriendo hasta conseguir explotar la veta de la lengua con más impiedad que se explota la veta de carbón, estirar las palabras, exigirles para que den todas sus combinaciones llevándolas al límite, como los buenos entrenadores son quienes, a pesar del triunfo, no se conforman, porque saben que pueden acabar creando arte hecha del ejercicio físico. Cuando se consigue, eso, arte, aunque sea un destello, que vaya más allá de la dignísima e imprescindible artesanía, que aporte algo que, siquiera unos segundos, nos levanta los pies del suelo.
Los talleres de escritura tienen larguísima tradición en Estados Unidos. En ellos han impartido clases escritores de los mejores y han pasado por sus aulas esos escritores y otros muchos más.
En España, tienen vida más corta y su introductor o uno de sus principales fue el escritor argentino, exiliado en España y en Oviedo, en su universidad se presentó allá por la segunda mitad de los ochenta, Daniel Moyano y nos enamoró a quienes de aquella aspirábamos a vivir en la literatura sin suponer que terminaríamos por vivir en la vida, que otra cosa no podemos hacer.
Los talleres de escritura no son una clase de literatura ni una clase de retórica ni una clase de lengua ni una clase de comentario de textos, pero son todas esas cosas, cuando se dan como se debe, sin caer en engaños o en bajas calidades.
Para la gente escéptica, claro que sirven, Poe escribió La filosofía de la composición para saber que la genialidad romántica y enajenada es solo una pose. Allá alguien si, conscientemente, pretende hacerse pasar por inconsciente y llevarla hasta sus últimas consecuencias.
En Oviedo, y en muchos más sitios, pero en Oviedo, en la biblioteca del Fontán, y en muchos más sitios, pero en la biblioteca del Fontán, un grupo de personas, una tarde a la semana, se junta para aprender a escribir y, bajo el magisterio del poeta Fernando Menéndez, trata de ensanchar esa grieta en el cerebro y en los dedos por la que siempre, según dice el otro poeta Leonard Cohen, entra la luz.
La ventana de Asturias – Cadena SER – 3 de octubre de 2014.