La primera vez que vi a Leonard Cohen en directo (una noche de julio, al aire libre, en Lisboa, un auténtico lujo), entre las muchísimas cosas que se me pasaron por la cabeza, todas buenas, nada podía salir mal (incluso cantó «Hey, That’s No Way…»), aunque luego la realidad nos pone en nuestro sitio, una de ellas fue la sensación epidérmica de estar insertada en una tradición narrativa occidental en la que me encuentro absolutamente a gusto y con la que me identifico absolutamente.
Ayer, en un conciertillo en un garito clásico de Oviedo, con dos músicos tocando la guitarra, haciendo versiones de Bowie o de Burning, seríamos veinte en el público, como mucho, supe que quienes estábamos allí y todas aquellas personas que, en ese momento, estaban cantando, tocando y escuchando rock and roll en bares o en catedrales, Olympia, Royal Albert Hall, Carnegie Hall, éramos lo mismo, practicando el mismo culto, sintiendo, con los aderezos de cada cual, igual.