Aprendí a leer en una casa con muchos libros, con una madre dedicada a la difusión de la lectura pública y en un medio en que leer era cotidiano. Con una biblioteca generosa, a la que nadie me impidió el acceso ni nadie me obligó a usar. Los libros estaban allí, yo podía entrar, coger el que fuera y caminar por sus páginas; también podía ignorarlos.
Me gustó leer, me gustaba leer y leí la literatura juvenil clásica, los Cinco, los Hollister, Torres de Malory, Santa Clara, Guillermo, el pequeño Nicolás, recuerdo cuando Hitler robó el conejo rosa, también los tebeos de Esther, pero pronto las novelas que andaban por casa, la primera que encontraba, la primera cuyo título me llamaba la atención, sin ninguna prohibición de mi padre y mi madre, sin ninguna dirección de mi padre y mi madre, sin ninguna supervisión de mi padre y mi madre.
Crimen y castigo, La Regenta, A sangre fría, la trilogía maravillosa de Italo Calvino, 62/Modelo para armar, de casualidad, antes que ninguna otra cosa de Cortázar, que me abrió la puerta para ser lo que soy ahora, mejor o peor, lo que soy. Patricia Highsmith, con esos personajes ambiguos y amorales. Cínicos. Y también poesía, los poemas de León Felipe y una edición de regalo del romancero recopilado por el profesor Galmés. Del romancero, sí, lleno de ¿incorrección?
Estas novelas que les cito arriba, y más, las leí de bien jovencita. No es presumir, coincidió, allí estaban, y sé que muchas no las entendí. En mi primera lectura de la vida de Ana Ozores no me enteré del amor del Magistral, en A sangre fría me puse de parte de «los malos», maestro Capote. También estaba Zane Grey.
Sin supervisión, pero no por abandono familiar, sino por un amplio sentido de la libertad de mi padre y de mi madre, y por la ausencia de ñoñerías y de protección desmedida.
Soy la que soy por esas lecturas y adonde me llevaron, por supuesto soy la que soy por esa libertad para acceder a la biblioteca, por no tener a mi madre y a mi padre encima de mi hombro tutelándome en la lectura. Soy la que soy con defectos evidentes, pero creo que soy una ciudadana que llega a la media, soy autónoma en muchas cosas, adoro a mi familia, muchísimo a mis amigas y a mis amigos y quiero mucho a los hombres que me gustan y se dejan querer. Y se lo digo. Que los quiero.
Voy a las tutorías en el instituto de mi hija, a la que no le prohíbo que escuche la música que le dé la gana ni que lea no sé qué ni que vea no sé qué en la tele, trato de educarla como me educaron a mí, pero en los tiempos y en las relaciones de ahora, y le presupongo capacidad de discernimiento, que aumentará a medida que se haga mayor.
Nunca salí descalza en procesión ni asesiné por venganza social ni por encargo ni por pasta ni me suicidé por amor. Nunca me subí a un árbol y decidí no bajarme nunca más.
También está Madame Bovary, cierto. Y Bukowski, que no entendí y ahora sí.
Sé que solo son molinos de viento, los gigantes me los reservo cuando se acaba el día y, desde mi cama, veo los tejados y las lucecitas de algunas ventanas encendidas.