Oh, me gustaría tanto que recordaras, cómo me gustaría que te acordaras, quién no ha suplicado alguna vez el recuerdo, quién no ha deseado alguna vez con toda su alma que alguien se acordara de algo, que alguien nos recordara en ese momento, en ese momento en que escuchamos juntos esa canción.
Oh, je voudrais tant que tu te souviennes.
Qué inicio soberbio de un relato, qué inicio soberbio de una canción.
Así comienza una de las cumbres de la obra ingente de Serge Gainsbourg, y el cuarto de siglo de su muerte, que se cumple pronto, en marzo, es una excusa para volver a esta canción, «La chanson de Prévert», para volver o para no dejarla o para desear que estas letras sirvan para su descubrimiento.
O para su redescubrimiento.
Pero así empieza otra canción, de Prévert y de Kosma, nos lo dice Gainsbourg en la suya y nos lo adelanta en el título, una de las canciones más populares y más popularizadas del siglo XX, «Les feuilles mortes», que, como la grandísima canción que es, parió variantes e inspiró otra obra maestra hecha canción, esta de «La chanson de Prévert».
Gainsbourg la escribió en 1960. Forma parte, pues, de su primera etapa como autor de canciones y de sus primeras grandes alhajas. Pero no es solo un homenaje que, al menos, está a la altura de la obra homenajeada, esa de Prévert y de Kosma, no solo es esto, que ya es mucho, es una canción de canciones, no es una canción de canción, que ya sería mucho, es una canción que narra de modo espléndido lo que una canción puede suponernos en la vida, en nuestra vida pequeña, anónima, igual a tantas, en nuestra biografía cotidiana y anodina.
Así comienza una de las cumbres de la obra ingente de Serge Gainsbourg, y el cuarto de siglo de su muerte, que se cumple pronto, en marzo, es una excusa para volver a esta canción, «La chanson de Prévert», para volver o para no dejarla o para desear que estas letras sirvan para su descubrimiento.
O para su redescubrimiento.
Pero así empieza otra canción, de Prévert y de Kosma, nos lo dice Gainsbourg en la suya y nos lo adelanta en el título, una de las canciones más populares y más popularizadas del siglo XX, «Les feuilles mortes», que, como la grandísima canción que es, parió variantes e inspiró otra obra maestra hecha canción, esta de «La chanson de Prévert».
Gainsbourg la escribió en 1960. Forma parte, pues, de su primera etapa como autor de canciones y de sus primeras grandes alhajas. Pero no es solo un homenaje que, al menos, está a la altura de la obra homenajeada, esa de Prévert y de Kosma, no solo es esto, que ya es mucho, es una canción de canciones, no es una canción de canción, que ya sería mucho, es una canción que narra de modo espléndido lo que una canción puede suponernos en la vida, en nuestra vida pequeña, anónima, igual a tantas, en nuestra biografía cotidiana y anodina.
Oh, je voudrais tant que tu te souviennes.
¿Qué es lo que hace grande a «La chanson de Prévert»? Mucho. Todo. Pero esa identificación de la canción con el recuerdo del amor perdido, aún presente, mientras dure la canción, esa identificación del recuerdo de la persona amada con la canción, ese intento de olvidar el amor abandonándonos en otros brazos, esa huida inútil, pues enseguida nos damos cuenta de que la canción de esos brazos ineptos es monótona y nos atrapa la indiferencia, la indiferencia, el aburrimiento, tan presente en las letras de Gainsbourg, cuando llega la apatía, cuando notamos, una vez más, el vacío, el desasosiego del vacío… Tan recurrente en las letras de Gainsbourg como recurrente lo es en su biografía, el vacío del gran provocador, del gran escandalizador, en la compañía de mujeres hermosísimas y nada vulgares. La indiferencia, el vacío, el aburrimiento, la adicción, el escándalo, la huida, la huida hacia una obra llena de letras innovadoras y decididas, llena de música que toca todas las formas populares del siglo XX, de la mano de un autor que supo no quedarse atrás y, a pesar de su apariencia, lleno de miedos, del miedo al vacío, lleno de miedos en su vida, artísticamente supo convertir el miedo en canciones que se subieron a las músicas que se iban popularizando durante su exuberante vida artística.
Mientras recordemos la canción, no podemos despegarnos de la piel el amor muerto que no muere. Hasta… hasta que llega el día en que la canción se borra del recuerdo. Ese día, el amor muerto, al fin, el amor agonizante muere. Pero para ello debimos amputar la canción de nuestro recuerdo.
«La chanson de Prévert», canción de canción, canción de canciones, obra maestra de la explicación de por qué necesitamos las canciones.
Obra maestra, como la imagen maestra de otro francés, de la magdalena de Proust, de la memoria, del recuerdo, de la evocación, de la sensualidad.
Canción fundamental, diamante, diamante que rasca para abrir las puertas de la percepción…
Y también conviene hablar de «Les feuilles mortes» y de su hija anglosajona, «Autumn Leaves», maravillosa en la voz de Frank Sinatra, sublime en las notas del Miles Davis enamorado por primera vez de Juliette Gréco, «no lo había hecho nunca; estuve siempre tan inmerso en la música que no tuve tiempo para romances de ninguna clase».
Mientras recordemos la canción, no podemos despegarnos de la piel el amor muerto que no muere. Hasta… hasta que llega el día en que la canción se borra del recuerdo. Ese día, el amor muerto, al fin, el amor agonizante muere. Pero para ello debimos amputar la canción de nuestro recuerdo.
«La chanson de Prévert», canción de canción, canción de canciones, obra maestra de la explicación de por qué necesitamos las canciones.
Obra maestra, como la imagen maestra de otro francés, de la magdalena de Proust, de la memoria, del recuerdo, de la evocación, de la sensualidad.
Canción fundamental, diamante, diamante que rasca para abrir las puertas de la percepción…
Y también conviene hablar de «Les feuilles mortes» y de su hija anglosajona, «Autumn Leaves», maravillosa en la voz de Frank Sinatra, sublime en las notas del Miles Davis enamorado por primera vez de Juliette Gréco, «no lo había hecho nunca; estuve siempre tan inmerso en la música que no tuve tiempo para romances de ninguna clase».
Pero a mí me gustaría hablarles de «Autumn Leaves» en la trompeta de Chet Baker, otro genio excesivo, adicto, huidor de soledades, sufridor, y que tanta paz, sin embargo, tanto sosiego provoca cuando se le escucha, él, lleno de fantasmas, de terrores, de miserias y de dolor, que tanto sosiego provoca.
Alguna vez les hablaré de «Autumn Leaves» en la trompeta de Chet Baker y de las canciones de Tom Waits porque, a veces, comparto desayuno en un bar con una mujer y ella tiene la mirada perdida, lanzada al infinito, la cara demacrada y llena de ángulos y de muescas de sufrimiento, comparto desayuno con ella y en el bar suena Chet Baker en «Autumn Leaves» y ella es Chet Baker y ella es las canciones de las soledades adictas en los bares de Tom Waits.
Alguna vez les hablaré de «Autumn Leaves» en la trompeta de Chet Baker y de las canciones de Tom Waits porque, a veces, comparto desayuno en un bar con una mujer y ella tiene la mirada perdida, lanzada al infinito, la cara demacrada y llena de ángulos y de muescas de sufrimiento, comparto desayuno con ella y en el bar suena Chet Baker en «Autumn Leaves» y ella es Chet Baker y ella es las canciones de las soledades adictas en los bares de Tom Waits.
Por eso la genialidad de «La chanson de Prévert». Porque ayuda a que entendamos por qué esa mujer con la que desayuno a veces es el Chet Baker que toca la trompeta en «Autumn Leaves» y por qué Tom Waits escribió pensando en ella y por qué «Five Years» y Bowie y no saber que estamos en esa canción y por qué las canciones no nos dan pistas sobre la vida, sino que las canciones nos dictan lo que tenemos que hacer. Y, obedientes, así nos comportamos.
Oh, je voudrais tant que tu te souviennes.
Asturias24 – 8 de febrero de 2016.