En la muerte de Alejandro Blanco García, Jandro Espina, obrero de la canción, técnico de sonido y bajista de Ilegales y The Electric Buffalo.

Ayer, la sala número 6 del tanatorio de Los Arenales, a las afueras de Oviedo, en una tarde en la que la primavera quiso salir, a pesar de que el Norte a veces está lleno de frío, como ayer, se convirtió en un escenario indeseado, en un escenario repentino, en el escenario donde Alejandro Blanco García, Jandro Espina, bajista de Ilegales desde hace más de veinte años, tocó por última vez, e hizo que el frío que a veces llena el Norte cayera implacable sobre las manos callosas de tanto colega, de tanto amigo músico, sobre las manos callosas de tantos workers in song, como nos sigue recordando quiénes son Leonard Cohen desde el hotel Chelsea, como lo era Jandro, un auténtico obrero de la canción, bajista, técnico de sonido, bajista con la chulería de los bajistas, que tienen una chulería única, icónica y distinta a cualquier otra en el escenario. El Norte, en una tarde que se quiso poner primaveral, se hizo gélido, porque el corazón de Jandro, participante lleno de calidez en aventuras solidarias compartidas, de forma infame decidió congelarse, parar. Y el Norte se llenó de frío y las canciones de Ilegales y de The Electric Buffalo, la otra banda en que era bajista, insistieron en seguir sonando dentro de nuestras cabezas, «Regreso al sexo químicamente puro», para volver otra vez a Bukowski, que el sexo es dar patadas en el culo a la muerte, mientras cantas.
Y Jorge Martínez, el gran líder ilegal, con esa figura imponente, reconocible a cien pies de profundidad, se convirtió en un caballero de la triste figura y cuando llegó Jaime Belaústegui no pudimos dejar de recordar la muerte indecente de otro bajista, Carlos Redondo. Tantas recias manos callosas del rock and roll, de los trabajadores de la canción, de esos señores que nos llenan de chulería y de canciones y que ayer, en el tanatorio de Los Arenales, en una tarde del Norte llena de frío, se quebraron como se quiebra la copa de cristal fino, y las manos callosas no pudieron hacer nada por contener las lágrimas, las lágrimas de esos ojos que se conocen perfectamente entre ellos, que se miran en el escenario de modo cómplice cuando tocan, y que se enlazaron en el abrazo de Wilón de Calle y de Álvaro Bárcena, compañeros de Jandro en The Electric Buffalo, el abrazo que pareció eterno, de esos trabajadores de la canción, de la buena gente del rock and roll, que vienen cuando se reúne el coraje para avisarla, para, además del sexo, hacer sonar las cuerdas que se vuelven canciones y que nos ayudan a dar patadas en el culo a la muerte, mientras cantamos.

Asturias24 – 13 de marzo de 2016.