Este sábado, vamos a plantar un abeto en Villoria.
Hace un par de días, por la calle, me crucé con un hombre de treintaitantos años que iba con un chiquillo de unos seis, imagino que su hijo, al que le decía que este sábado van a plantar un abeto en Villoria.
¿Un abeto en Villoria?, pensé, ¿un abeto en la tierra lavianesa del escritor Palacio Valdés?
Pero eso no es lo importante, lo de menos es el abeto, lo de menos es Villoria, lo de menos es plantar un abeto en Villoria. Me di cuenta enseguida de que eso no era lo importante.
Un padre, su hijo pequeño, que va dando saltinos de la mano del adulto, un padre que le cuenta a su hijo un plan prenavideño, un padre que le está contando a su hijo la importancia de los ritos, anuales, o con la cadencia que sean, que nos dan seguridad, que nos dan certezas, que son tan necesarias para las criaturas. Le está transmitiendo a su hijo la importancia de los ritos y la importancia de las referencias territoriales sólidas, da igual Villoria, da igual Oviedo, donde escuché la frase, da igual Casablanca, da igual París, lo malo es que ya no da igual, para esos niños y esas niñas que llegan a Europa, Alepo. O Damasco. O Kabul. O Asmara. O Bagdad. O. O todas esas aldeas pequeñas, que, como Villoria, son la aldea perdida, ya para siempre, la aldea perdida por esas minas, distintas y aniquiladoras.
Plantar un abeto en Villoria y los saltos de un niño de la mano de su padre. A las criaturas les gusta dar saltos. En los desayunos, dos peques, niño y niña, acaban de desayunar enseguida y se ponen a dar saltos. Saltan el peldaño que hay en el Ca Beleño, dentro.
Saltan, como diminutos canguros de ojos negros, por el bar y salen saltando a la terraza, para saltar al banco que los acerca a la fuente boca de la verdad para despedirse de ella antes de ir al colegio.
Como canguros diminutos o como saltamontes grandes, saltan y saltan. Y se despiden de la boca de la verdad cada día aprendiendo sin saberlo la importancia de los ritos.
Saltan como el niño que, de la mano de su padre, va a plantar un abeto en Villoria, saltan como el niño que, de la mano de su padre, salta a la lancha para llegar a Europa, salta la valla para pasar la frontera, salta al mar para escapar de la lancha que se hunde, sin tiempo para aprender la importancia de los ritos cotidianos, que dan certezas, sin lugar en el que ir a plantar un abeto.
Hace un par de días, por la calle, me crucé con un hombre de treintaitantos años que iba con un chiquillo de unos seis, imagino que su hijo, al que le decía que este sábado van a plantar un abeto en Villoria.
¿Un abeto en Villoria?, pensé, ¿un abeto en la tierra lavianesa del escritor Palacio Valdés?
Pero eso no es lo importante, lo de menos es el abeto, lo de menos es Villoria, lo de menos es plantar un abeto en Villoria. Me di cuenta enseguida de que eso no era lo importante.
Un padre, su hijo pequeño, que va dando saltinos de la mano del adulto, un padre que le cuenta a su hijo un plan prenavideño, un padre que le está contando a su hijo la importancia de los ritos, anuales, o con la cadencia que sean, que nos dan seguridad, que nos dan certezas, que son tan necesarias para las criaturas. Le está transmitiendo a su hijo la importancia de los ritos y la importancia de las referencias territoriales sólidas, da igual Villoria, da igual Oviedo, donde escuché la frase, da igual Casablanca, da igual París, lo malo es que ya no da igual, para esos niños y esas niñas que llegan a Europa, Alepo. O Damasco. O Kabul. O Asmara. O Bagdad. O. O todas esas aldeas pequeñas, que, como Villoria, son la aldea perdida, ya para siempre, la aldea perdida por esas minas, distintas y aniquiladoras.
Plantar un abeto en Villoria y los saltos de un niño de la mano de su padre. A las criaturas les gusta dar saltos. En los desayunos, dos peques, niño y niña, acaban de desayunar enseguida y se ponen a dar saltos. Saltan el peldaño que hay en el Ca Beleño, dentro.
Saltan, como diminutos canguros de ojos negros, por el bar y salen saltando a la terraza, para saltar al banco que los acerca a la fuente boca de la verdad para despedirse de ella antes de ir al colegio.
Como canguros diminutos o como saltamontes grandes, saltan y saltan. Y se despiden de la boca de la verdad cada día aprendiendo sin saberlo la importancia de los ritos.
Saltan como el niño que, de la mano de su padre, va a plantar un abeto en Villoria, saltan como el niño que, de la mano de su padre, salta a la lancha para llegar a Europa, salta la valla para pasar la frontera, salta al mar para escapar de la lancha que se hunde, sin tiempo para aprender la importancia de los ritos cotidianos, que dan certezas, sin lugar en el que ir a plantar un abeto.
La ventana de Asturias – Cadena SER – 11 de diciembre de 2015.