Por enésima vez, asociaciones vecinales del Oviedo Antiguo y alrededores que algunos discursos se empeñan en presentar, en una redacción simplificadora, como representantes únicos de todo el vecindario del Oviedo Antiguo levantan la voz para argumentar y manifestarse en contra de la música en directo en los bares. Por enésima vez, esa representación vecinal dibuja la música en directo en los bares como provocadora de la repetición de las plagas bíblicas, como uno de los principales dramas presentes de la ciudad, y afirma que la música causa enorme desasosiego a miles, ¡miles!, de ovetenses. Y dice como gente respetable, qué es eso de las manifestaciones, que, a pesar de no acostumbrar a salir a la calle a protestar, si se modifica la norma para amparar que un tipo pueda tocar la guitarra en un garito sin que quien regente el local corra riesgo de multa, en este caso, si el Gobierno de Asturias modifica la norma, habrá, oh, atrevimiento, manifestaciones.
Tras este preámbulo, voy a hacer ejercicios de demagogia y de exageración, de romanticismo, de frivolidad. Soy vecina orgullosa del Oviedo Antiguo y entre las cinco cosas que más me gustan de esta vida extraña está la de ver al tipo que toca la guitarra en un garito, músico excelente donde los haya, pasarle su guitarra a la bajista y agarrar el bajo, la bajista, la guitarra y que esta, que además de tocar bajo y guitarra canta como cantan las blancas negras, empiece a cantar «Piece of my Heart». Llámenme romántica y un poco frívola, portavoces del apocalipsis.
Quiso la vida que me implicara en dar de desayunar a chicos y a chicas antes de entrar en cada aula, cada mañana. Quiso la vida que, para esto, quienes en esto nos metimos tuviéramos que pedir ayuda, porque la leche no se dibuja y mi dios preferido, Leonard Cohen, desde los bares del Nueva York de los sesenta en que se paseaba con una guitarra y frecuentaba la compañía de los inventores de la lisergia, no me enseñó a multiplicar panes y peces, a pesar de ser dios y hombre, como Jesús de Nazaret, y a pesar de haber escrito las más bellas homilías. Lo que sí me enseñó Leonard Cohen, además de a saber que no hay remedio para el amor, fue Clinton Street, la calle de Nueva York donde hay música toda la noche, a finales de diciembre; a amar mi ciudad porque, a pesar del frío, me gusta donde vivo. Si el atrapador triángulo de Jane, Leonard Cohen y el hombre del impermeable azul merece la pena ser vivido, es porque hay música toda la noche. Hay que decidir, si merece la pena arriesgarse a que haya música toda la noche. Quizá quienes patalean contra la música en los bares nunca entenderían eso de «mi hermano, mi asesino».
Ese barrio que pintan inhóspito, peligroso y amedrentado, parte de cuyo vecindario dice que rechaza la música en los bares por ser este su mayor problema, nos acogió para dar de desayunar y nos dio la leche y tantas cosas más. Y empezamos a desayunar en uno de esos bares regentado por personas diabólicas que programaban música en directo, porque esas personas diabólicas nos dieron su bar para desayunar, y lo primero que nos enseñaron a poner fue la música, porque las criaturas también tienen que saber qué ocurre en Clinton Street.
Ese barrio viejo, bello y feo, histórico, entrañable, sucio, herido, solidario, caótico y acogedor, ese barrio viejo como son los barrios viejos de las ciudades, que algunas voces quieren mudo y sordo y ciego y muerto, ese barrio viejo ampara porque necesita ser amparado en tantas ocasiones, porque hay personas que viven en la infravivienda, porque hay gente mayor sin ascensor que no puede bajar la basura o subir la compra, porque hay familias hacinadas en una habitación porque no pueden pagar otra cosa, porque hay criaturas que tienen hambre si no las socorremos o que tienen frío o que para no tener hambre tienen rotos los zapatos. Sí, dije que iba a hacer ejercicios de demagogia. También sentimentaloides.
Pero para denunciar esto no se amenaza con manifestaciones, no. Ni se destaca este como el principal y más grave problema del Oviedo Antiguo, no.
Tampoco se habla, ahora que tanto gusta eso que dicen «emprendimiento», de la música en directo como generadora de riqueza. Tras no poder programar conciertos, un amigo de otro bar me confesó hace unos días que no pudo renovar a uno de sus camareros. También está el modo de vida de los músicos, de las músicas; y del técnico, si es que lo hay, con su pequeña empresa, o el alquiler de equipos o el que vende hielo, por no hablar del proveedor de bebidas. Y del de vasos y de la frutería que vende el limón para la copa bien servida, en tanta hostelería buena que programa conciertos.
Se trata de tener un barrio vivo, de día y de noche, se trata de hacer compatibles música y descanso, y se puede, claro que se puede. Se trata, primero, de proteger y, luego, de facilitar la santa liturgia del escenario. Se trata de que no cierren la voz en medio de la canción a esa voz que hace vibrar sus cuerdas vocales para que podamos vivir mejor.
Se puede. Se debe. Se puede y se debe.
Se debe porque sin música en directo en los bares no hay cantera de guitarras y voces y bajos y percusiones y teclas, y la necesitamos. Se debe porque no tenemos la culpa de que haya alguien que no sienta lo que es estar a medio metro de un tipo con una guitarra y que, bajito, diga «un, dos, tres» y la banda suene. No tenemos la culpa de eso, de que no se haya leído «Thunder Road» y sepa lo que es enseñar a hablar a las cuerdas de la guitarra. Se debe porque no tenemos la culpa de que no sepa cómo empezaron Jagger y Richards, que para escribir uno de los mayores logros salidos de las manos humanas, sí, considérenme exagerada, el Exile on Main St., para escribir eso en una mansión del sur de Francia, tuvieron que sudar en garitos infectos, afortunadamente infectos, afortunadamente ajenos a la asepsia, afortunadamente llenos de sudor.
Se debe porque no podemos renunciar a nuestra genealogía, se debe porque no podemos dejar de hacer lo que llevamos haciendo desde Homero, juntarnos para comer y para beber y para cantar y para escuchar. Se debe porque la música en los bares es balsámica, después de atiborrarme a ibuprofeno las cuchillas que pinchan los ovarios dejaron de hacerme daño con un trío que tocaba «Where Is My Mind» en clave de jazz.
Se debe, llámenme «exagerada», porque mutilar la música en directo en los bares en Oviedo es igual que cerrar el Museo de Bellas Artes, que negar el acceso a Santuyano, que decapitar la estatua del padre Feijoo, que acabar con las librerías… Es un ataque directo y un daño irreparable a eso que se llama «cultura»; pónganle, si quieren, el apellido «popular».
Como en Clinton Street. Porque, aunque haga frío, me gusta donde vivo; porque, como Jane, hay que reclamar el riesgo. Y no pretender silencio engañoso, anestesiante, ensimismador. Egoísta, sin mirar más allá de la frontera que marca el felpudo de casa.