Ojalá pudiera escribir estas palabras de otro modo… O quizá no, está bien que sean así escritas. Hasta que me he puesto, con el disco Na ca’l fuau de compañía, no había tenido las lágrimas empujando la pupila. Sí llevo estos días incrédula y diciéndome y diciendo a quien tengo cerca: «Este fin de semana necesito un huequín para escribir sobre el Ca Beleño», pero el hueco ha llegado antes del fin de semana, y ahora que me he puesto es cuando las lágrimas empujan la pupila para intentar salir.
Qué puedo contarles, quienes conocemos el Ca Beleño tenemos cachinos de nuestra biografía allí esparcidos y a él le debemos lecciones aprendidas, a golpe de dejarlo todo para última hora, de nuestra educación sentimental. Güei nun te quiero, güei nun te quiero, nun me acomoda, nun me acomoda porque nun quiero, porque nun quiero casame agora. No estuve en la inauguración, tan cerca de la facultad, pero sí estuvo mi amiga y me contó cómo había sido; muchos años después, mi amiga y yo nos reencontramos, en el Ca Beleño. Ahora ella ya no está y cuando la quise retener en otras personas fuimos al Ca Beleño. El Ca Beleño, lugar de primeras citas, cuando una creía que las primeras citas se habían perdido para siempre, educación sentimental así que pasen los años. Donde una noche fría un trío de jazz toca «Where is my Mind» y con la música, antes del esparadrapo en la boca, la gente amiga y la casa del Ca Beleño el dolor de las cuchillas que tratan de romper la piel desaparece. «Frankie, Cohen se ha muerto, Frankie, es Harvest Moon», «es tu casa, Belén, haz lo que quieras».
La casa de los desayunos, ofrecida por Frankie y por Blanca, unas llaves, los números de la alarma y, lo primero, cómo poner la música, y la confianza total y el Ca Beleño se convirtió, cada día que hubo cole, en el mejor lugar para desayunar, con historias de piratas, de ballenas, un tucán y un piano y las cortinas de la puerta trasera para esconderse, aquellas diminuteces de ojos oscuros y pestañas larguísimas, y para subirse de puntillas a la barra y para trasegar rostros de todos los colores que van de la nieve al carbón y para oler a café y a pan tostado y para proteger a un niño, aunque él no lo supiera, mientras Johnny Cash canta «Redemption Song», porque es lo único que puede ofrecer, lo único que pudimos ofrecer.
Lo que nos ofreció Frankie durante treinta años, un lugar donde aún caben las primeras citas, cuando creíamos que no, un lugar para desayunar sin pedir nada a cambio, con estufa, piratas y piano, un lugar donde escondernos, tratar de retener a quienes ya no están, beber los carajillos de Roberto, escuchar a veces «So Long, Marianne», una casa para espantar el dolor, un sitio por el que merece la pena vivir. Vivir en esta hermosa, anodina, vulgar, imperfecta ciudad.