Cuando me dispongo a subir la calle Martínez Vigil, antigua entrada a la ciudad para quienes venían desde Gijón, veo las ventanas del edificio de Cruz Roja, que muestran la vida de dentro, en el primer piso, muestran parte de la vida y la que no muestran se adivina. Están dentro las luces encendidas y unas pantallas de televisión, donde corren las imágenes, bajan desde el techo, mirando a las butacas, adivinadas, de las personas que reciben tratamiento de diálisis, adivinadas. Miro hacia las ventanas, cada vez que me dispongo a subir, y veo muchas veces a alguna enfermera inclinada hacia la butaca, con uniforme blanco y mascarilla en la boca. Es por la noche y la luna nos mira, a quienes reciben tratamiento, a las enfermeras, a mí; la luna, acostada, nos mira, nos ilumina y nos protege.
Este es un trozo muy pequeño de una ciudad muy pequeña, de una ciudad de provincias, anodina, como cualquier otra, hermosa, tantas veces, fea, unas cuantas, rutilante e indecente, mojigata y canalla, llena de alegría y de ganas de seguir adelante e indolente. Herida muchas veces, curada casi tantas. Curada por quienes viven en ella, cuidada como cuidan las enfermeras en Cruz Roja o como cuida la luna.

(Publicado en Ovetenses, de La Voz de Asturias el 26 de marzo de 2018. Puedes leer aquí el texto completo).