(Con motivo de la presentación del libro de Adrián Esbilla Río Elvis. Una odisea folk, editado por Rema y Vive).

Éramos poco más que adolescentes, tres amigas, y vimos el remake de À bout de souffle, Breathless, con Valérie Kaprisky y Richard Gere. Monica, que es Kaprisky, está en la ducha y Jesse, que es Gere, está en el cuarto del hotel, con el torso desnudo. Monica se ducha y Jesse empieza a sentir la punzada del deseo, que se vuelve irrefrenable cuando empieza a sonar en la radio «Suspicious Minds», empieza Jesse a cantar, por encima de la voz de Elvis, se quita el pantalón y entra en la ducha, temblando de baile y de deseo.
No es difícil entender el deseo mutuo en esa pareja joven, atractiva y sexy. No es difícil entender el deseo mutuo en esa pareja enamorada, porque, aunque a veces parezca que no, el amor puede ser el más potente afrodisíaco. Pero quien prende la chispa definitiva, quien provoca la descarga es Elvis, es la voz de Elvis, cantando «Suspicious Minds», otra canción más de las no escritas para él y que, sin embargo, hace definitivamente suya.
Éramos poco más que adolescentes y muy amigas y ahora ya no somos nada, solo somos aquello, y creíamos que no podía haber nada mejor, que una ducha, Richard Gere y Elvis Presley, cantando «Suspicious Minds».
Luego el Elvis que me gustó fue el joven, guapo y sexy Elvis antes de cumplir 30 años, mientras canta «Return to Sender» en la película Girls! Girls! Girls!, con ese fantástico movimiento de caderas y de brazos, pero, sobre todo, con ese gesto mezcla de displicencia, indolencia, hartazgo, que dura unos segundos, para pasar a la sonrisa, y así ese gesto no nos ofende. Ese Elvis dionisíaco, perfecto, lustroso, sano, delgado, vestido de manera elegante. Y me sentía alejada del Elvis de trajes blancos e incrustados de piedrecitas brillantes.
Hasta que llegó «Unchained Melody» en el Rushmore Plaza Civic Center, en Rapid City, South Dakota, el 21 de junio de 1977, menos de dos meses antes de morir. Llegó Elvis, con dificultades para respirar, gordo, hortera, sudando anfetaminas exacerbadamente, con Charlie Hodge de escudero fidelísimo y venerador, que le sujeta el micro, las toallas, los vasos de Coca-Cola. Llega Elvis, se sienta al piano, y el hombre que indisimuladamente está a punto de morir canta como nunca se ha visto más ni antes «Unchained Melody», esa canción de mil versiones, y dice que ha pasado hambre de tus caricias.
Y ese pasó a ser Elvis para mí, mi Elvis, como el Elvis que tenemos cada cual, y discuto a veces sobre Elvis, que no fue autor de canciones como Chuck Berry ni como Johnny Cash, otro admiradísimo ser imperfecto y sufriente. No fue autor de canciones, no, pero y qué. Es uno de los mayores comunicadores a través de la canción que ha parido la música popular. Es más que un cantante grandioso, es un intérprete que llena de emoción inigualable las palabras que se posan en sus labios, hace suyas las canciones porque nadie las hace como él, aunque las hayan hecho otros antes, aunque las hagan otros después. Y eso también es construir canciones, levantar catedrales con piedras venidas de las canteras del blues o del góspel o del folk o…
Por eso prefiero, quizá he tenido que llegar hasta aquí para esto, por edad, por las cosas que suceden en nuestras vidas imperfectas, para preferir a mi Elvis, que es el que me lleva a tres amigas algo más que adolescentes que ya no estamos, pero que me lleva sabiendo que me dan igual el torso desnudo de Richard Gere o el movimiento sensual de caderas del Elvis veinteañero y delgado. No echo de menos eso, no quiero eso que probablemente nunca tuve. Quiero el Elvis gordo, hortera, sudoroso, con dificultades para respirar, ese es mi Elvis, que golpea el piano para cantar, como nunca, como nadie, «Unchained Melody», estoy hambrienta por tus caricias, porque la perfección es mentira, porque somos seres imperfectos y contradictorios, que no es otra cosa que ser seres con vida.
Porque sudamos, escupimos, lloramos y nos llenamos de mocos y a veces respiramos mal; porque expulsamos semen y coágulos cuando menstruamos y saliva.
Porque olemos a todo ello.

Jorge Alonso, Sil Fernández y Ángel Parada, en la sala Memphis,

En la sala Memphis.

Presentación en la librería Cervantes, de Oviedo.
Belén Suárez Prieto, Adrián Esbilla, Enrique Mastache (editor), Ángel Parada.

Adrián Esbilla, Enrique Mastache, Ángel Parada.

En la programación de la sala La Salvaje.

Cartel de la presentación en el Lord Byron.

Adrián Esbilla y Ángel Parada.

Adrián Esbilla y Ángel Parada.

Para Rema y Vive Editorial.

Elvis, con el Kafka del blues.

Tupelo, Mississippi.