Me gusta llevar las uñas pintadas de colores intensos, pero sabemos quienes nos gustan las uñas pintadas que hacen las manos bonitas, pero esconden porquería, y, cuando nos las despintamos, los despojos de lo que somos aparecen entre la uña y la carne de las yemas y lo bonito da paso a la mugre en los dedos.
Los cronopios de Cortázar viajan y, cuando llegan a la ciudad, se dicen «la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Siempre imagino que esa ciudad es París, porque París es Cortázar y porque es la hermosísima ciudad, pero da igual, la ciudad a la que viajamos siempre ha de ser la hermosa ciudad, lo mismo que la ciudad en la que vivimos, si esa ciudad nos lo ha dado todo, y así entiendo mi relación con Oviedo, que podría ser mi relación con cualquier otra ciudad. Oviedo se vuelve hermosa de forma diseminada en instantes, en rincones, en momentos de solidaridad, en la compañía de alguien que hace hablar a las cuerdas de una guitarra en una terraza o en la barra de un bar.
Esa es la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad, esos instantes, esos momentos, pero, cuando usamos quitaesmaltes para quitarnos la pintura de la hermosa ciudad o cuando nos arrancan las uñas, se descubre la mugre, la porquería, y hace unos días no fue que nos despintáramos el esmalte, es que nos arrancaron las uñas en forma de incendio en la calle principal de la ciudad y, mientras seguíamos por la red cómo actuaban dos bomberos en el tejado del edificio abrasado, el edificio se dejó vencer y no quiso morir solo y se llevó por delante la vida de Eloy Palacio, bombero, servidor público que contribuyó a que la ciudad pudiera seguir llamándose «hermosa», y la ciudad se convirtió en horrenda porque, saben, hubo un alcalde que la gobernó durante muchos años e hizo creer que la ciudad era hermosa en la medida en que él la convertía en una fachada mentirosa y manirrota y tuvo que morir un servidor público para que descubriéramos, al fin, que, en una tierra como la nuestra, verde por húmeda, no hay agua en el sistema que pretendidamente debe servir para apagar los fuegos y aún sigue sin haberla y hay una norma municipal acerca de las terrazas, que son imprescindibles para que la ciudad sea hermosa en rincones, cuyo estricto cumplimiento ahora parece lo más importante, y que nadie asome su cerveza a la calle, que no es el momento ahora de hablar de modificación de la norma ni de por qué se ha llegado hasta aquí, que ya habrá el momento, pero es moralmente insoportable que algunos que dicen representar a su vecindario pretendan hacer creer que ese es el mayor problema de la ciudad y que un tipo beba una cerveza fuera de un local, colocándose a su aire, mientras aquel que algo tendrá que decir acerca de las cloacas de la hermosa ciudad, en funciones de la altísima responsabilidad que tiene atribuida y para anunciar la muerte de un servidor público, lo comunique en perfecto estado de colocón.
La magnífica foto que ilustra de modo estremecedor este texto es del fotógrafo ovetense Iván Martínez, al que agradezco mucho que me haya permitido su publicación aquí.
Los cronopios de Cortázar viajan y, cuando llegan a la ciudad, se dicen «la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Siempre imagino que esa ciudad es París, porque París es Cortázar y porque es la hermosísima ciudad, pero da igual, la ciudad a la que viajamos siempre ha de ser la hermosa ciudad, lo mismo que la ciudad en la que vivimos, si esa ciudad nos lo ha dado todo, y así entiendo mi relación con Oviedo, que podría ser mi relación con cualquier otra ciudad. Oviedo se vuelve hermosa de forma diseminada en instantes, en rincones, en momentos de solidaridad, en la compañía de alguien que hace hablar a las cuerdas de una guitarra en una terraza o en la barra de un bar.
Esa es la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad, esos instantes, esos momentos, pero, cuando usamos quitaesmaltes para quitarnos la pintura de la hermosa ciudad o cuando nos arrancan las uñas, se descubre la mugre, la porquería, y hace unos días no fue que nos despintáramos el esmalte, es que nos arrancaron las uñas en forma de incendio en la calle principal de la ciudad y, mientras seguíamos por la red cómo actuaban dos bomberos en el tejado del edificio abrasado, el edificio se dejó vencer y no quiso morir solo y se llevó por delante la vida de Eloy Palacio, bombero, servidor público que contribuyó a que la ciudad pudiera seguir llamándose «hermosa», y la ciudad se convirtió en horrenda porque, saben, hubo un alcalde que la gobernó durante muchos años e hizo creer que la ciudad era hermosa en la medida en que él la convertía en una fachada mentirosa y manirrota y tuvo que morir un servidor público para que descubriéramos, al fin, que, en una tierra como la nuestra, verde por húmeda, no hay agua en el sistema que pretendidamente debe servir para apagar los fuegos y aún sigue sin haberla y hay una norma municipal acerca de las terrazas, que son imprescindibles para que la ciudad sea hermosa en rincones, cuyo estricto cumplimiento ahora parece lo más importante, y que nadie asome su cerveza a la calle, que no es el momento ahora de hablar de modificación de la norma ni de por qué se ha llegado hasta aquí, que ya habrá el momento, pero es moralmente insoportable que algunos que dicen representar a su vecindario pretendan hacer creer que ese es el mayor problema de la ciudad y que un tipo beba una cerveza fuera de un local, colocándose a su aire, mientras aquel que algo tendrá que decir acerca de las cloacas de la hermosa ciudad, en funciones de la altísima responsabilidad que tiene atribuida y para anunciar la muerte de un servidor público, lo comunique en perfecto estado de colocón.
La magnífica foto que ilustra de modo estremecedor este texto es del fotógrafo ovetense Iván Martínez, al que agradezco mucho que me haya permitido su publicación aquí.