Hace cincuenta años, Marianne Faithfull cantaba la maravillosa canción, puede ser que la primera compuesta por el tándem genial Jagger/Richards, «As Tears Go By». Parecía blandita, en principio, para aquellos blancos de cuerpo y negros de alma, y le fue entregada a la dulce de cuerpo y turbulenta de alma Faithfull, que hizo una primera interpretación que las posteriores de los Stones no mejoraron.
La pareja Faithfull/Jagger, aunque nos resistamos a creerlo, habrá derramado lágrimas, sí. Consumieron muchas drogas, hubo detenciones, policía. Eran guapos, jóvenes, triunfadores. Era una pareja con un increíble sex appeal. Pero seguro que derramaron las lágrimas de la canción. De formas distintas, pero en el fondo no tanto, él, ella, son un par de supervivientes.
Hace cincuenta años, una canción, unas lágrimas.
Cincuenta años después, las lágrimas siguen manando. Mucho, muchísimo. A veces, a solas; otras veces, a escondidas; alguna, en público.
Lágrimas provocadas por la alegría, por la pena, por la tristeza, por la emoción, por la rabia, por la ira, por los nervios, por la risa, por la música, por lo que cuadre. Lágrimas incontenibles, inconsolables, imposibles de parar. Con una sorpresa, con un regalo, con una desilusión, con una emoción y de resaca. Con un tema de los Stones, que eran jóvenes, ricos, drogadictos, bellos y parieron esas enormes canciones llenas de lágrimas y de dolor y de sufrimiento.
Cincuenta años después, se sigue llorando. Pero el llanto que me gusta, el llanto que reclamo, las lágrimas de las que me enorgullezco no son las lagrimitas que apenas asoman por el ojo y ruedan por las mejillas sin dejar la cara manchada. No. El llanto es el que provoca mueca, el que llena la cara de suciedad, más si se tienen pintados los ojos, el que pone la nariz roja y llena de mocos. El llanto público o privado, el que no se puede contener, ni se quiere ni se debe.
Me gusta estar rodeada de gente que llora. Me gusta escuchar «A primera vista», pero la cantada por Vaudí, Gema, Puri y Sil, ya no me vale otra ni de otro modo, y llorar. Me gusta que me pregunten por cosas de los desayunos y tener que parar para sonarme cuando recuerdo a un grupo de chicos y chicas de diversificación del colegio de los Dominicos trayéndonos dos toneladas de alimentos. Me gusta que vengan unas currantas del Mercadona del Fontán, con todos los donativos de ellas y del resto, y no poder hablar, casi. Me gusta, después de haber dormido poco, escuchar canciones que narran el desamor y no poder dejar de llorar. Igual que no puedo dejar de hacerlo cuando Lou Reed le canta a la gloria del amor en el Nueva York transexual.
Soy privilegiada. He estado con gente, en público y en privado, que ha tenido la valentía y la intimidad para llorar conmigo.
He perdido gente muy querida, muy enferma muy joven. Las lágrimas siguen. Desde entonces, sé que de llorar nunca se deja.
La ventana de Asturias – Cadena SER – 28 de noviembre de 2014.